El sol se va poniendo en la ciudad. El centro está infestado de personas que, a toda prisa, van de un lugar a otro. Las luces se van encendiendo para iluminar la oscuridad que dejó el sol al irse. No parece que fuera a haber luna esa noche, aunque aún era temprano, quizás aún se encontraba oculta detrás de los edificios.

Él se detiene en la plaza principal, observa a los niños, tan inocentes en los juegos y piensa cuánto desearía volver a esa inocencia. Comienza su regreso a casa. Ya un poco apartado del centro, cerca de su barrio, observa un grupo de niños que vuelven a su casa corriendo para llegar a tiempo a la cena y evitarse uno que otro reto de su madre. Nadie se conoce en realidad.

Y entre medio del montón de gente, camina él, un alma solitaria sin saber a dónde dirigirse. Sus pasos resuenan diferente a los de los demás, porque no lo mueve ni la prisa ni la necesidad, tampoco la obligación pues no tiene (ni sabe) bien a dónde ir.

De vez en cuando, mientras camina, balancea las manos al ritmo que mueve sus pies mientras tararea el estribillo de una canción con la mirada perdida, señal que está totalmente sumido en lo más profundo de sus pensamientos. Recorre media ciudad sin prestar atención a lo que hay a su alrededor porque no es lo que le interesa. Tampoco sabe qué es lo que le interesa realmente y menos qué quiere.

Voltea la cabeza, mira a un punto fijo durante unos segundos y se da cuenta que ahí está él. Ese amigo que ya no es tan amigo, pero él aún lo aprecia como para tenerlo en cuenta aún cuando ese amigo parece ya no importarle.

Se deja caer recostado sobre la pared de un callejón para no tener que verlo. Le caen un par de lágrimas, se sonroja, se seca el sudor en la frente y cierra los ojos. Millones de recuerdos pasan por su mente a una velocidad vertiginosa. De golpe, abre los ojos, se seca las lágrimas y se promete a sí mismo, como tantas otras veces, que la indiferencia va a hacer tripas su corazón para sustituir al dolor.

Sacando fuerzas de ese último pensamiento se levanta y echa a caminar con dirección a casa. Y al entrar a casa, saluda con normalidad, se quita el abrigo y las zapatillas y sube las escaleras para refugiarse en su soledad, allí donde nadie lo pueda juzgar.

En la soledad de mi habitación, donde puedo ser yo mismo.-