Un sonido como cuchillas se abre paso en tus oídos, la alarma de otro día de trabajo. Las luces de neón marcan las 03:35 a.m. y la música que elegiste de alarma hace unas semanas, ya empieza a cansarte y la odias un poquito más con cada día que pasa. Te pones a dar unas vueltas y piensas que hace un rato estabas muy lejos de todo eso, inmerso en otro espacio, en otro tiempo.
Tomas la fuerza de la obligación y te levantas. Escuchas el sonido ensordecedor de la soledad, esa que te acompaña hace varios años. Vas al baño y te miras al espejo, piensas en qué momento te hiciste tan pálido.
Y lo mismo de siempre, correr al colectivo, el chofer que te mira con cara de pocos amigos y el pequeño viaje de cinco minutos al trabajo. Llegas, te pones ese uniforme digno de un esclavo de la sociedad aunque a veces te hace sentir superior, pero siempre intentas recordar que estás para servir y no para ser servido.
Nunca sabes con qué te vas a encontrar, es un trabajo impredecible. Pero tu mente siempre es la misma, están las mismas preguntas e ideas dando vueltas. ¿La amo? ¿Sentirá ella lo mismo? La ambigüedad de relaciones te desconcierta. ¿Es un él o es una ella?
Las rutinas solitarias de ejercicio diario te hacen aún más sumergirte en esos pensamientos. A pesar de que tienes conocidos allí, ellos te conocieron obligadamente por ser compañeros de trabajo y le terminaste cayendo bien como para que tengan pláticas espontaneas de cómo estás y esas vulgaridades comunes.
De regreso a tu pequeño departamento, aquél que todavía no puedes llamar hogar, lamentas todos tus errores, esos que aún te persiguen y asechan. Esos errores que parecen nunca acabar de dejarte ver lo bueno de ese mal sueño llamado realidad.
Te hechas en el sofá y prendes la notebook, buscas las series del día anterior televisadas en un país del norte que ves en diferido porque te crees superior a toda programación nacional. Pero ¿de qué sirven todos esos reflejos polvorientos que tratan acerca de la vida, del amor, la muerte y del destino? ¿Fueron suficientes para alcanzar tus sueños? Si al final te acobardaste argumentando que tenías otras cosas en mente.
El cansancio empieza a hacerse notar y tus parpados te pesan, sin darte cuenta caes rendido en el sofá. Tu espíritu está cansado y abandona tu cuerpo, sin darte cuenta el manto de la noche cae lentamente.
La noche –como tus años- pasa de largo, entretanto pasan los días sobre tu lugar adornado con fotos de una vida pasada, esos amigos que aunque están lejos, sigues queriendo, algunas fotos de personajes de series y fotos de tus padres y del menor de tus dos hermanos. El café endulza tus horas pero la vida va pasando.
Nuevamente te asalta el cansancio. Experimentas un ensueño difuso, real y volátil. En él, escuchas a un médico diagnosticarte alguna enfermedad extraña, peligrosa y tal vez aterradora ¿Era epilepsia? ¿Era cáncer? Hay un hospital inmortalmente blanco y una máscara de oxígeno.
Despiertas sobresaltado, sudando y con escalofríos. ¿Fue una pesadilla? Claro que lo fue, te dices a ti mismo.
Es uno de tus días libres, decides salir a caminar. El sol temprano te alimenta, fatigas largas veredas de baldosas desacomodadas de Buenos Aires, aquélla ciudad que aunque te vio nacer, no la consideras tu ciudad de origen porque no te criaste allí. Caminas por calles y avenidas. El tiempo pasa, pero las horas no. Cruzas puertas, parques, kioscos y jardines. La gente y los autos atraviesan la ciudad; tu mente, el firmamento. Percibes algo que en todos tus años jamás habías advertido, te preguntas si estaba oculto dentro de ti o ignorado ahí fuera. El crepúsculo mancha la tarde, tú ocupas un banco en la plaza vacía.
Al llegar a casa te hundes en tus sábanas blancas, acelerando el amanecer. Es sábado ya, pero las pesadillas son perseverantes. Esa noche te has sentido atrapado, sin poder ver y apenas respirar. Vuelves al espejo que arroja el mismo resultado de antes. Te gustaría que el espejo mintiese, pero al fin de cuentas un espejo solo ve la superficie, solo la apariencia.
Te miras al espejo y giras alrededor de tus propias mentiras. Todos estos años te has dicho sácate ese anillo de bodas, tíñete ese cabello, trágate esa valentía. Tus días habían estado saturados pero nunca de vida.
Y el tiempo pasa.
Recordar la escuela y tu breve paso por la universidad es inevitable, aquellos maravillosos años que nunca volverán. Te levantas en medio de la madrugada y abres tu viejo cuaderno, poemas y fragmentos de una hipotética novela se escurren en el papel. El deseo por escribir te consume. Lo haces libremente y sin pensar si vale la pena o no, como casi siempre.
Plasmas en el papel la esencia de lo aprendido estos días, desarrollas reflexiones puntuales sobre la vida y cómo crees tú que le podría servir a los demás. Tu ilusión crece mientras tu lápiz impasible rellena cada renglón vacío. El tiempo se evapora.
Despiertas una hora antes del amanecer, la hora más larga y más fría, con quince páginas repletas de tinta, textos largos, párrafos con puntos suspensivos, palabras tachadas y el cuello adolorido. Con agradable somnolencia te diriges hacia tu cama. La oscuridad te abraza con sus infinitos brazos y no escuchas nada más que tu respiración convulsiva. Recuerdos se amontonan en tu mente: Ariadna, tu trabajo, tu vida, tu familia y amigos, tu adicción, tu enfermedad.
Desesperado por salir, intentas romper a golpes las tablas que te dominan, tu cuerpo bañado en sudor frío pugna dentro del ataúd. Es inútil… Has consumido tus uñas rasguñando el cajón. Metes tu mano al bolsillo, descubres varias hojas de papel dobladas (¿quince?), están desgastadas y huelen a tinta. La penumbra te impide leer sus palabras escritas. Preguntas y respuestas sacuden frenéticamente tu cabeza.
¿Todo lo vivido anteriormente fue una pesadilla o realmente ocurrió? Además, ¿cuál sería la diferencia entre lo soñado y la realidad? ¿Dormías y recién despertaste o esto es sólo es una pesadilla más? Un tsunami de preguntas sin respuestas inundan tu mente y tu vacío corazón se llena, mientras respiras el último soplo de vida que te resta.
Comentarios recientes