Son las tres de la madrugada y estoy en el proceso de comprender lo genial que es estar muerto… o no-muerto. Lo que sea. Desde la ventana de mi departamento, puedo ver la lluvia iluminar las calles y el alumbrado público, reflejar su luz en el pavimento, como si Dios quisiera que cada alcantarilla estuviera rodeada de un halo.
Una cuadra más abajo, en la Avenida 29, veo un coche saliendo de un oscuro callejón. Soy capaz de leer la matrícula desde aquí, algo que jamás hubiera conseguido en vida. Al final de la calle, veo los árboles de la plaza San Martín y juraría que soy capaz de contar cada hoja, cada gota de agua en cada una de ellas.
Puedo verlo todo y es tan bello…
También puedo verla a ella. Viste un pequeño vestido marrón y lleva un paraguas negro cerrado. Comienzo a avanzar hacia la plaza, ajustando mi velocidad para toparme con ella en el “paso de cebra” donde está más oscuro y desolado. Ahora puedo distinguir cada poro en su rostro y esa peculiar cicatriz en su frente. Aparenta ser joven, pero puedo notar cierto cansancio de la vida. Su andar es constante, mecánico. Acelero.
De repente se detiene y levanta la vista hacia el cielo, que comienza a aclararse aunque la fina garúa de invierno aún mojaba su rostro. Puede que esté buscando una respuesta a través de las ramas desnudas de los árboles del parque, o que el instinto animal que todo humano posee, le esté gritando “¡Depredador!” No importa. Me estoy acercando. La calle 25, la 27…

Baja la mirada y comienza a caminar de nuevo. Sus ojos se encuentran con los míos a unos metros de separación y por un momento creo que comprende… pero no se detiene. No se vuelve. Puedo ver el dolor, la esperanza y la historia escrita en su rostro, cada uno de los momentos de una vida que está a punto de terminar… y entonces me enamoro de ella.
Me enamoro de este modo todas las noches, y todas despierto con el corazón roto. Pero la culpa es mía. Solo mía. Y llevaré esta cruz, por toda la eternidad.
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